El trastorno bipolar es una de las enfermedades anímicas más complejas y de mayor incidencia en la actualidad. Sus raíces son hereditarias y debidas al entorno ambiental.
Según los expertos, la enfermedad suele aparecer entre los 15 y 18 años, siendo su tratamiento largo y delicado. El trastorno es conocido como crisis maníaco-depresiva. El paciente oscila entre fases de enorme euforia y alegría desbordante, hasta estados de depresión y tristeza angustiosa. Esta es la principal característica de la enfermedad, puesto que el afectado atraviesa por una dicotomía absoluta.
El diagnóstico es muy importante y ha de consistir en terapias adecuadas y fármacos. Estos últimos pueden dejar efectos secundarios, dada la ambivalencia anímica de los afectados. Así, viven los dos extremos de un estado anímico, lo que los psiquiatras denominan una "dinocrisis". En la fase de euforia, el paciente ve el mundo maravilloso. En esta etapa, pueden llegar a cometer algunos dislates, como consumir alcohol y drogas y gastar fuertes sumas de dinero. En la fase depresiva, la angustia es intensa, se pierde el interés por la vida, la tristeza es tal que no se quieren levantar de la cama o salir de la casa, se obsesionan con la muerte y aparece el riesgo del suicidio. Se entra en un círculo vicioso muy complicado, con problemas hacia las personas del entorno. Esta alteración "cíclica bipolar" se presenta periódicamente en coincidencia con estaciones meteorológicas, traumas y sucesos familiares o laborales.
En opinión de psiquiatras y psicólogos, se calcula que de cada mil personas, entre diez o quince padecen este trastorno. La posibilidad de que los hijos lo padezcan está entre un 20 y 30%.
Los médicos deben realizar un diagnóstico muy esmerado, pues el paciente tiene la tentación de engañarle o solapar sus síntomas. En muchas ocasiones, se niegan a tomar la medicación prescrita y pueden caer en consumo de estupefacientes y drogas.
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